viernes, 9 de junio de 2017

EL VIENTO MALVADO

CAPÍTULO I

Año 2050, mitad del siglo XXI. Desde mucho tiempo atrás todo seguía igual para mí y para todos de los de la clase del 40.
En mi caso el tiempo no contaba pues seguía cómodamente ubicado debajo del ciprés, donde otros habían decidido que debía de estar, calladito y sin molestar.
Es cierto que no pagaba impuestos ni hipoteca alguna, no obstante había ocasiones en que, jugando al solitario, me aburría soberanamente.
Si no fuera por Wilson que venía en mi ayuda, la muerte resultaba ser una condición desabrida, carente de emociones.
Por cierto, Wilson es mi mascota. No es una mascota convencional, es una piedra pulida de cantos redondeados por los miles y miles de revolcones en las playas andaluzas.
Wilson percibía cuándo era el momento de actuar a mi favor, creando situaciones que me ayudaran a levantar el ánimo y salir de mi mutismo.
A excepción de fábulas y cuentos como este, donde todo es posible hasta lo imposible, los muertos no tienen conocimiento de nada en absoluto, una condición semejante  a la no existencia.
Me sorprendió cuando me propuso retroceder en el tiempo y en el espacio para que juntos iniciáramos la aventura de recorrer las aguas del Caribe a finales del siglo XVII.
Primero le expresé mis fundados temores pues nos arriesgábamos a un entorno por demás peligroso. Corsarios y bucaneros medraban por aquellos mares, robando y destruyendo poblaciones costeras.
Pero, como siempre, Wilson logra persuadirme con decenas de argumentos, por cierto todos válidos, con lo cual nos lanzamos a la aventura.
Corría el año 1688 de nuestra era. Ambos nos hallábamos ubicados a bordo de un antiguo galeón construido en La Habana con madera de caoba de la mejor calidad.
En sus tiempos mozos, esta nave de tres mástiles era utilizada militarmente; bien pertrechada con cañones de grueso calibre que asomaban desafiantes a ambos lados de la embarcación.
Pero ahora solo transportaba mercancías de toda clase, también animales vivos, madera, prisioneros, esclavos, etc. Continuaban en sus lugares los cañones, oxidados y mudos desde largo tiempo atrás.
Muchos de los esclavos habían sido arrancados de sus poblaciones africanas para trabajar en las cosechas, en la construcción de fortalezas y castillos. También como servidumbre.
                                           
CAPÍTULO II

Los vientos nos eran favorables, con lo cual el capitán de mar, hombre de recio carácter, curtido por el sol caribense, dio la orden de zarpar de Puerto Limón en Costa Rica con rumbo a Bocas de Toro, en la vieja Panamá.
Tomás, el contramaestre, individuo por demás desagradable, formaba parte de la tripulación. De  rostro fiero, figura desgarbada y caminar bamboleante. Su áspera voz y la faca en la cintura, imponían la cuota de terror por donde deambulaba látigo en mano.
Temido por la mayoría, particularmente por los esclavos que conocían en carne propia los latigazos que les proporcionaba cuando desobedecían sus órdenes.
Era conocido por todos como “Tomás El Cruel”.
Este malvado personaje, hoy se había ensañado con un pobre negro que se tomó el atrevimiento de comer su ración de arroz y la de su compañero que se hallaba enfermo,  medio moribundo.
Como si de un poseído se tratara, comenzó a gritarle todo tipo de insultos. Acto seguido lo hizo poner de pie delante de todos, desgarró su raída camisa y a continuación comenzó a dar latigazos en la espalda hasta que se le cansó el brazo, en tanto que las heridas del esclavo sangraban profusamente.
Los ojos desorbitados del resto de los esclavos y de las pocas esclavas, aún de los prisioneros, expresaban la angustia que provocaban los gritos de dolor que emitía el pobre personaje de oscuro color, en tanto aprendían la lección que el malvado Tomás quería transmitir a todos ellos.
Una esclava y un esclavo de mediana edad, habían muerto ayer. Sin ningún miramiento, ambos cuerpos fueron arrojados al mar a la vista de todos.
No bien comenzaron a hundirse, la silueta de varias aletas grises asomaron zigzagueantes a nivel del mar.
En pocos segundos, las aguas cobraron vida, se agitaron. Varios tiburones se disputaron los cuerpos sin vida de las infortunadas víctimas. Luego sobrevino la calma.
Pero lo verdaderamente patético del drama que se vivía a bordo del viejo galeón, fue la orden que impartió a continuación Tomás El Cruel.
Ahora todos los esclavos, que no los prisioneros, deberían ponerse de pie y cantar.
Y los negros cantaron. Lo hicieron solo como ellos logran hacerlo. Con voz profunda, expresaron su tristeza y su enorme pesar; de forma desgarradora y a la vez sublime.
Algunas voces se quebraron, pero la mayoría elevó su canto al cielo como una plegaria, suplicando a Dios, compasión y un poco de paz a sus maltrechas vidas.
Tratar a los esclavos africanos como seres inferiores era reconocido y aceptado como ley natural por la mayoría de las personas blancas, aún por los mestizos.
Sostenían que no tenían alma igual que los animales, con lo cual cualquier castigo que se les infligiera no distaba del castigo que debían recibir y soportar los seres inferiores.
En consecuencia, sus opresores no sentían ni remordimiento ni culpabilidad.
El poder seglar y también el religioso, promovía y apoyaba estas falsas ideas porque convenían a sus mezquinos intereses.

CAPÍTULO III

Con todas las velas desplegadas y los vientos a favor, la nave avanzaba con buen ritmo al puerto de destino.
No obstante, un par de horas más tarde, densos nubarrones del color de los esclavos, asomaron por el oeste presagiando una gran tormenta tropical.
En pocos minutos, el viento comenzó a emitir un sonido por demás extraño.
Los navegantes y los habitantes de las zonas costeras, hablaban de este raro fenómeno natural con reverencia y gran temor.
Lo denominaban el viento malvado.
Aunque yo personalmente no estoy de acuerdo de que se tratara de un fenómeno natural, debido a las experiencias vividas junto con Wilson, surcando los mares del  Caribe en el Barracuda.
Sostenían que el particular silbido de esa ventisca, que ponía los pelos de punta, traía consecuencias nefastas tanto a navegantes como a los que habitaban el litoral marítimo.
Las personas enajenadas lo sufrían al punto que algunas llegaban a quitarse la vida. Y no pocos cuerdos se retorcían de miedo cuando el ulular del viento malvado alcanzaba su clímax.
El cielo se oscureció de forma tal que parecía haber caído la noche. Rayos y centellas aparecían aquí y allá acompañados de poderosos truenos. Enormes olas de nueve o diez metros de altura, hacían  mecer la  nave de aquí para allá, mientras se escuchaban como quejidos sobrenaturales, el crujir de las maderas de la antigua y misteriosa embarcación.
¿Misteriosa? Sí, extraña y misteriosa tal como pudimos deducir al final de nuestra aventura por esas lejanas latitudes.
Wilson como de piedra y yo aterrado, me preguntaba por qué le habría hecho caso a mi amigo y confidente de origen mineral, al plan que me había propuesto.
El mar embravecido golpeaba con furia por todos los costados. La tempestad no amainaba con lo cual era muy probable que termináramos estrellándonos contra los arrecifes de la costa.
El capitán dio órdenes de recoger las velas no bien comenzó la tormenta y de arrojar anclas, colocando al galeón en el sentido del temible viento para evitar el naufragio.
Al observar que la tempestad aumentaba en intensidad  y el  barco ahora se sacudía violentamente, la tripulación comenzó a echar al mar parte de la mercancía y objetos pesados. Hasta las jarcias arrojaron con sus propias manos para evitar que se hundiera la embarcación.
Órdenes y gritos de todo tipo, iban y venían. La confusión era total.
En el mismo momento en que una pesada pieza de artillería en enloquecida carrera se desplazaba por la cubierta dando golpes a diestra y siniestra, alguien dio la noticia de que el timón se había bloqueado, con lo cual el temor se extendió como la peste entre todos los que estábamos en la antigua nave.
Más tarde se comprobó que la avería del timón nunca se produjo. De todas formas el terror se había instalado en las casi ochenta almas que allí nos hallábamos, excepto en Wilson que no es un alma y que permanecía quieto y tranquilo a pesar de las terribles circunstancias.
Afortunadamente nos hallábamos muy cerca del abrigo que nos proporcionaría  la bahía Bocas de Toro, a pocos kilómetros de nuestro destino final.  
No bien comenzó a ceder la tempestad, el capitán dio la orden de levar anclas y poner rumbo a las costas panameñas.
Con gran maestría y extremada precaución, condujo a la embarcación dentro de la gran bahía denominada Portobelo, donde el mar había perdido su furia y peligrosidad.

CAPÍTULO  IV

Dos días estuvimos en esa tranquila y  fascinante bahía, tiempo durante el cual la tripulación aprovechó para reparar los daños que había sufrido la nave durante la tormenta, particularmente los que había provocado el viejo y oxidado cañón de gran calibre, al desplazarse de babor a estribor sin que nadie se animara a sujetarlo.
Por lo bajo, murmuraban que había sido el esclavo sometido a la tremenda paliza, quien, al comienzo de la tempestad, soltó el cañón a modo de venganza personal y colectiva.
Al tercer día, el viejo galeón se dirigió lentamente a la desembocadura del río Chagres, dirigida para la ocasión por unos negros muy expertos llamados “proeles”,  conocedores de los peligros que supone el ingreso de barcos a través de este río.
De hecho, algunos navegantes que decidían prescindir de estos baqueanos, encontraban a sus naves varadas en las orillas del río a merced de asaltantes, que los despojaban de sus pertenencias. En ciertas ocasiones, hasta les quitaban la vida o los llevaban prisioneros para realizar trabajos forzados. 
Los europeos afirmaban que los caribes comían carne humana. Parece ser que a partir de esta idea se acuñó la palabra “caníbal”.
Para estos años, durante el siglo XVII, se celebraban ferias comerciales en las  costas del Caribe, algunas muy conocidas y frecuentadas,  como la feria de Portobelo.
Una vez en tierra, con Wilson nos dirigimos a presenciar cerca de este bullicioso puerto, el desarrollo de la famosa feria.
Rodeados de gente de toda clase procedentes de lejanos lugares - muchos provenían del archipiélago del Caribe – nos detuvimos a observar el ir y venir de las personas.
Familias enteras también formaban parte de la variopinta concurrencia.
Mujeres de colorida vestimenta que portaban sobre sus cabezas enormes bultos conteniendo todo tipo de productos, se mezclaban con hombres de piel curtida por el sol y niños que jugaban a ser piratas.
Algunos de estos pícaros pequeños, aprovechaban para robar fruta no bien percibían que los vendedores se distraían con sus clientes. También originaban riñas ficticias como paso previo al hurto.
Inmediatamente captó nuestra atención, un nutrido grupo de personas ubicados en círculo, algunos montados a caballo.
 Casi en el centro y bajo la sombra de un enorme y frondoso árbol, se hallaba una especie de rústico tablado donde, alternativamente, subían y bajaban esclavos de origen africano, hombres y mujeres semi desnudos, despojados de todos sus derechos y dignidad. Un triste y lamentable espectáculo.
Nos enteramos que al lugar se le conocía por el nombre de “la Gran Negrería”.
Allí se compraban a los de esta raza para trabajos forzados o bien como sirvientes de las familias adineradas. Estos eran valorados por su porte corporal, edad, estatura y la condición de sus dentaduras.
También en este lugar y para su venta, estaban los esclavos que habían viajado en el Barracuda, el misterioso galeón que nos trasladó a estos exóticos lugares.
El negrero ofrecía su mercancía humana a viva voz. Subastaba y otorgaba al mejor postor, un ejemplar de negra y curtida piel que, luego de prolijo y minucioso examen, alguien se llevaba, previo pago de la cantidad acordada.
Los gritos de los compradores se mezclaban con los de aquellos que ofrecían toda clase de mercancías, incluyendo pieles de animales salvajes, mantas, frutas tropicales, variedad de especies, comidas elaboradas  y un sinfín de artículos para disfrute de los que concurrían a estas alegres y coloridas ferias, que duraban hasta cuarenta días.
Jaulas ubicadas aquí y allá, albergaban toda suerte de animales salvajes para su venta. Pumas, también conocidos como leones americanos, yagüaretés, monos grandes y pequeños, aves de intensos colores y largo plumaje, etc. etc. Cada uno emitiendo su particular forma de expresarse.
Correteando y esquivando a las personas; palomas, gallinas, pavos, pollos y cerdos, iban de aquí para allá sin rumbo fijo. También campaban a sus anchas, perros de todos los tamaños y variados pelajes.
Un enorme oso entrenado se movía torpemente, balanceándose al ritmo que imponía la pequeña vara en la mano de su dueño. Muchos observaban extasiados el extraño baile de la enorme y peluda bestia de color pardo.
Era casi el mediodía y el calor comenzaba a hacerse sentir en esa región tropical. Excepto Wilson y yo, que por razones obvias no sentíamos frío ni calor, el resto buscaba cierto alivio debajo de viejos robles que circundaban la feria.

CAPÍTULO V

De pronto escuchamos a cierta distancia extraños sonidos  musicales. Al acercarnos, observamos una cantidad indeterminada de personas de color, muchos de ellos esclavos y otros libertos, hombres y mujeres danzando al compás de un pegadizo ritmo afroamericano. Algunos de ellos exageraban los movimientos y se entregaban a la danza de forma desenfrenada, siguiendo el frenético compás del tamboril.
En el aire flotaba una mezcla de olores, producto de la transpiración de los bailarines, de las bebidas alcohólicas y de la exuberante vegetación circundante.
El negro, a pesar del sufrimiento y dolor, nunca perdía el sentido de la vida y el gusto por celebrarla. El baile que ellos denominaban “congo”, era buena prueba de ello.
Otro grupo algo más alejado, practicaba artes mágicas, santería,  vudú y hechicería, utilizando para ello el sacrificio de aves y otros animales. Algo muy común y aceptado por las gentes que habitaban esas tierras.
Los oscuros conceptos de los ritos tribuales, se mezclaban con las enseñanzas de la religión predominante en una suerte de sincretismo con grandes dosis de ocultismo.
Dos de los que allí estaban se acercaron, susurrando algo en un dialecto que no lograba comprender. En poco tiempo nos vimos rodeados de raros personajes de rostro adusto y extrañas vestimentas… observándonos muy fijamente.
Otro del grupo que por su apariencia parecía liderar, me indicó mediante señas que quería quedarse con Wilson, para que formara parte de las artes mágicas.
Seguramente le llamó la atención su extraña forma lograda como consecuencia del  rodar y rodar por las playas andaluzas, y la suavidad al tacto que había adquirido mi mascota.
Noté por un instante un detalle sobresaliente en la arrugada mano del brujo. Del dedo pulgar de la mano derecha, arrancaba una larga y afilada uña. Concluí que con este apéndice seccionaría de una uñada, el cogote de las aves de las que luego utilizaría su sangre, rociándola sobre árboles, piedras o personas, que componían el objeto de sus extraños conjuros.
Antes de que pudiera impedirlo, ya tenía a mi mascota en sus manos, acariciando  la piedra y exhibiéndola en alto como un trofeo a sus despreciables compañeros, en tanto ensayaba algunos pasos de baile a modo de desafío.
Escuché que este individuo hablaba un español bastante entendible, por lo cual y manteniendo la calma, le ofrecí el siguiente trueque. Si me devolvía a Wilson yo estaba dispuesto a entregarle mi cuchillo de caza con mango de pata de cabra. Opté por esta salida pues deducía que el original mango le sería de más utilidad para sus “trabajos” que lo que podía aportar mi querido amigo Wilson.
Y agregué de manera algo cínica…¿para qué le sirve una gris y vulgar piedra?
El detestable personaje cruzó miradas con otros tan detestables como él, pero no me dio respuesta alguna. Solo se limitó a mirarme detenidamente a los ojos, como intentando descubrir qué truco escondía detrás de mí oferta.
Comencé a transpirar profusamente… la situación me superaba. El intenso calor y la humedad, aportaban lo suyo.
A nivel personal no se me ocurría otra salida a la tensa situación. Había agotado la única bala disponible. La idea de arrebatarle a Wilson y salir corriendo no me parecía la más sensata, considerando los rostros de los siniestros personajes que me rodeaban en actitud poco amigable.
Por suerte para mí y para Wilson, se acercó una mujer que tenía una garra de mono colgando de su cuello y cantidad de pulseras en ambas muñecas; también en los tobillos.
Lo más llamativo, era la colorida serpiente que se deslizaba sin apuro desde su brazo izquierdo pasando por su opulento pecho,  camino del cuello de la pitonisa.
Musitó algunas palabras al oído del aborigen en un dialecto desconocido.
Cruzamos algunas miradas como queriendo arrancar respuesta del rostro inexpresivo y arrugado del brujo. Pasados unos segundos, lentamente,  el hombre extendió su sucia mano y a regañadientes me devolvió a mi querido Wilson.
Fue evidente que los argumentos de la voluminosa mujer convencieron al chaman de negociar conmigo.
De inmediato le acerqué el cuchillo de caza y puse pies en polvorosa, mientras acariciaba a mi mascota, al tiempo que lo introducía rápidamente en mi morral.
Era de noche cuando subimos a bordo del Barracuda. En circunstancias normales, el corazón me debería latir con furia por la experiencia pasada, pero en las actuales circunstancias, todo quedaba en el terreno de una singular anécdota.
Durante el largo camino que discurría a través de polvorientas sendas, aproveché para pedirle disculpas a Wilson por la forma en que había menoscabado su condición. El entendió que era parte de la estrategia para recuperarlo y lo superó enseguida.
Repito que Wilson es muy sensible, por eso tengo que ejercer cierto cuidado cuando me refiero a él delante de otras personas a quienes les cuesta entender esta singular amistad.

CAPÍTULO VI

Muy temprano, antes del amanecer,  el Barracuda  enfiló su proa con dirección  a la desembocadura del río Chagres.
Desde lejos pude distinguir el Fuerte de San Lorenzo, pues éste fue construido a finales del siglo XVI en la cima de un alto arrecife, por cierto, una  posición realmente estratégica, pues dominaba completamente el estuario del río Chagres.
El ingreso al castillo había de hacerse a remo hasta la Casa de Cruces, y desde allí nuevamente se requería la pericia de los “proeles” para evitar encallar.
La parte más elevada del castillo, ofrecía una vista increíble de la desembocadura de este río caribeño. Los rayos del sol del mediodía rebotaban contra las aguas provocando extraordinarios destellos. Reflejos que cautivaban la vista y transportaban al espectador a mundos ingrávidos.
Descendiendo por una escalera en caracol, descubrimos en la parte más profunda del castillo, oscuros laberintos que conducían vaya uno a saber a dónde.
Por pura curiosidad, nos internamos por unos de esos lúgubres pasadizos.
De repente percibí debajo de mis pies, una corriente de agua que aumentaba paulatinamente su caudal, en tanto que las paredes se iban estrechando a medida que avanzábamos.
A los costados y por trechos, había celdas con esqueletos humanos en tétricas y ridículas posiciones.
Luego de algún tiempo de andar, comenzó a soplar una brisa extraña. Pasados unos minutos, la brisa se convirtió en un intenso viento que nos aturdía, provocando una sensación de profunda angustia. El particular silbido del vendaval, cuyo aterrador sonido aumentaba gradualmente en volumen, contribuía a desorientarnos, minando nuestra voluntad y energías.
Buscando la salida, advertimos que el agua continuaba subiendo como si alguien hubiera abierto alguna gran compuerta. Giramos a la derecha y luego a la izquierda. Avanzamos otro trecho solo para comprobar que estábamos totalmente perdidos en los laberintos del castillo.
El agua ahora llegaba a la mitad de mis piernas, lo cual hacía cada vez más difícil avanzar. La oscuridad era casi total, no obstante por mi condición, yo estaba acostumbrado a ella y no le temía.
Había que encontrar la salida rápidamente pues el rugir del viento malvado que tenía mala sombra y el agua que casi me llegaba a la cintura, originaba una situación cercana a la locura.
Retrocedí intentando desandar el camino recorrido, mientras me decía a mí mismo que lo que estaba sucediendo no debería ser realidad. En tanto, el sonido del viento se hacía cada vez más y más fuerte. Los pasadizos se estrechaban a medida que retrocedía…o avanzaba? Ya no estaba seguro de nada. Todo era confusión y el ulular del viento malvado empeoraba las cosas, presagiando un peligro inminente.   
De pronto, una bandada de cientos, miles de murciélagos pasaron por encima de mi cabeza, batiendo ruidosamente sus alas. Quedé petrificado al sentir que debajo de mis pies algo se movía, pero no podía distinguir de qué se trataba.
Algo también se escurría entre mis piernas. Estiré la mano y me encontré con varias sanguijuelas adheridas a mi piel.
El silbido del viento malvado que aumentaba en intensidad,  la bandada de murciélagos, la penumbra, las sanguijuelas y la sucia agua que continuaba subiendo, establecían un escenario macabro junto con los esqueletos de los prisioneros que se hallaban dentro de las míseras celdas.
Pasados unos minutos, observé algo que me puso los pelos de punta. Wilson flotaba al lado mío intentando transmitirme un mensaje tranquilizador.
Lo del mensaje no me llamó la atención pues siempre tuvimos muy buena comunicación. Sí me estremeció ver a Wilson flotando cerca de mí…porque por experiencia adquirida, las piedras no flotan. Así que en lugar de tranquilizarme, estaba al umbral del paroxismo.
Con desesperación y con no poco esfuerzo, me quité una anémica sanguijuela apenas adherida a mi muslo derecho.
Entonces escuché, por supuesto de forma telepática- tal era la manera de comunicarnos con Wilson - sus inteligentes argumentos. Razonamientos propios del mineral que intentaban aliviar mí gran preocupación.
Comenzó diciéndome que no me inquietara por las sanguijuelas, pues poca sangre  obtendrían de un muerto. Por otra parte, tampoco debería de preocuparme por perder la vida si las aguas seguían subiendo, pues hace tiempo que no viajaba con ella, es decir, con la vida.
Esas disquisiciones, junto con los sólidos argumentos que aportó mi amigo a continuación, alejaron mis temores y me permitieron pensar con más claridad.
Al poco rato, fue mermando la intensidad del viento mientras que las aguas comenzaron a descender paulatinamente.
Agarré a Wilson con fuerza y lo puse en su lugar, es decir en mi morral, ahora de un deslucido color verde, totalmente mojado por efecto de la  maloliente agua que nos rodeaba.
Al ver a Wilson flotando sobre las verdosas aguas, deduje que probablemente fuera consecuencia del influjo transmitido por el misterioso hombre de la feria de Portobelo.
Sigo afirmando que las piedras no flotan y lo sostendré mientras muera. No es normal que esto suceda y Wilson no es la excepción.

CAPÍTULO VII

Después de varios intentos por buscar el camino de regreso y de esquivar las enormes ratas que se deslizaban bajo mis pies por el lecho de barro - muerto de cansancio – nunca mejor dicho,… ya  estaba a un tris de darme por vencido.
De repente escuché voces. Me pareció ver un destello de luz que se percibía débilmente en un recodo del laberinto. Con gran esfuerzo pude divisar lo que parecían ser antorchas encendidas que aparecían y al momento desaparecían.
Grité con todas mis fuerzas para llamar la atención de quienes portaban las mortecinas luces, sin lograr que me escucharan, pues nuevamente la oscuridad saturaba los húmedos y estrechos pasadizos.
Pasó un buen rato, para mí una eternidad,  hasta que las luces provenientes de las antorchas, nuevamente se hicieron débilmente  visibles.
Por segunda vez, y a voz en cuello, intenté llamar la atención de quienes las llevaban, y ahora hubo más suerte.
Tres hombres avanzaron resueltamente hacia donde me encontraba y me guiaron a buen paso hasta la salida de las  tenebrosas galerías.
Seguramente alguien que me habría visto entrar en el peligroso laberinto, les advertiría de mi ausencia, pues habían pasado varias horas hasta que me rescataron estas buenas personas.
Me explicaron que las aguas crecían en lo más profundo del antiguo castillo, como consecuencia del viento malvado, y se retiraban no bien éste cesaba. Todos temían al intenso viento pues, según afirmaban, la desgracia lo acompañaba.
Las últimas luces de aquel atardecer otoñal se fueron apagando gradualmente. Al levantar la vista hacia el cielo, pude divisar con indisimulable alegría, las primeras estrellas en el profundo firmamento.  
Sentí un gran alivio una vez pasado el peligro, al tiempo que agradecí la buena acción de los lugareños que lograron rescatarme del siniestro laberinto.  
Unas palmadas fueron para Wilson, que este aceptó con gusto y en total silencio.
Recordando la experiencia vivida, un ligero temblor recorrió mi delgado cuerpo.
En un momento pensé que ese lugar reemplazaría al ciprés, con lo cual hubiera quedado colgado en tiempos pasados junto con Wilson.
Esa noche nos alojamos en una posada cercana al castillo, dentro de la fortaleza. En un cartel que se encontraba encima de la estrecha puerta de acceso, se podía leer el nombre del albergue…LA PAZ.
Extraño nombre para una posada, dije para mis adentros.
Durante la cena, en compañía de algunos hombres de mar de recio aspecto, varios parroquianos  y unas pocas mujeres desgreñadas, pude distinguir a un pequeño grupo de individuos que intentaban pasar desapercibidos.
Se habían instalado en un rincón de la posada, donde la falta de luz impedía ver sus rostros. Llevaban sombreros de pico y en sus cinturas, facas y sevillanas grandes como lenguas de vaca. Dos de ellos portaban armas de fuego. Algunos cubrían sus cabezas con coloridos pañuelos que aseguraban con nudos.
Cuchicheaban entre sí mientras daban rápida cuenta de litros de buen Ron cubano y cantidad de cerveza que bebían a discreción. Al rato y bajo los efectos del alcohol, fueron elevando las voces y comenzaron a cantar canciones cuya letra hablaba de sus correrías por los siete mares.
Entre risas y empujones, dos de ellos se pusieron a danzar en solitario, girando y girando con los brazos extendidos en actitud  provocativa, hacia donde se encontraban los demás comensales.
Seguramente acostumbrados a este tipo de espectáculo, el resto de las personas observaban la acción, algunos batiendo palmas y otros celebrando con gritos las excentricidades de estos bucaneros, pues de ellos se trataba.
Cuando algo de luz iluminó sus fieros rostros, advertí que la mayoría de ellos componían la  tripulación del Barracuda.
El Ron y la cerveza habían alterado a los hombres, también la paz de la posada LA PAZ.
Luego de las profusas libaciones, comenzó una fenomenal gresca cuando uno de ellos intentó meter mano a una de las meseras de generoso escote, quien se resistió con energía, golpeando con un pesado hierro al atrevido pirata.
En pocos minutos, botellas, sillas, mesas y todo lo arrojable, estaba sobrevolando la posada LA PAZ, en su interior.  
Filosas facas y relucientes navajas, hicieron su aparición, cortando rostros a mansalva. Los gritos de las mujeres, se mezclaban con el sonido que hacían las sillas cuando se transformaban en astillas al dar en cuerpos y cabezas de los que allí peleaban.
El observador pasivo que podía hallarse frente a la posada, encontraría fuera de lugar el nombre de la misma, LA PAZ.
En medio de la feroz gresca, había hallado yo precario refugio detrás de una mesa caída, cuando de repente uno de los piratas, totalmente ebrio y fuera de sí, se me vino encima blandiendo la pata de una silla.
En ese mismo momento intervino a mi favor el posadero, quien se trabó en una lucha a muerte con el desaforado personaje, rodeados de un aquelarre saturado de olor a alcohol, humo y gritos de todo tipo procedentes de la descomunal riña.
Unas largas tablas sostenidas por viejos barriles, hacían las veces de mostrador. Por delante colgaba una descolorida tela intentando ocultar sucios cajones, botellas y otros enseres.
Allí fui a parar buscando ocultarme junto con Wilson que, en este caso, no tenía la más pálida idea de lo que allí estaba sucediendo.
Con el rabillo del ojo, observé una puerta entreabierta detrás del mostrador y sin pensarlo dos veces, me deslicé, rápido como una culebra, arrastrándome para no ser visto.
En menos que canta un gallo, me encontré en el interior de un cobertizo, junto a unas pocas ovejas, gallinas, conejos y palomas, acompañadas por un toro joven, negro azabache, atado éste a un grueso poste de madera. Ajenos a lo que estaba sucediendo en el interior de la posada LA PAZ.
Todavía escuchaba los gritos de dolor de alguien que seguramente había recibido un tajo en su cuerpo o le habían partido la cabeza con algún pesado objeto.
Al poco rato se oyeron varios disparos, como corolario de la extraña velada. Luego se produjo un largo silencio.
Me acomodé lo mejor que pude encima de algunos fardos de hierba aún verde, cuando comencé a escuchar nuevamente el silbido del tenebroso viento que iba aumentando en intensidad.
Entonces caí en un profundo sueño en el que me veía debajo de mi ciprés en  compañía de Wilson, planeando alguna aventura. Se sucedieron otros sueños de los que no guardo recuerdo.
Promediando la mañana, un luminoso rayo de luz sobre mi rostro, me hizo despertar, imponiendo el regreso a la realidad. Sin pensarlo dos veces, agarré a Wilson y nos deslizamos velozmente a través del hueco que había dejado la tabla que ya no estaba, ubicada en el perímetro del cobertizo.
Era casi el mediodía y en la ciudadela se percibía una inquietante calma. Unas pocas personas, cuchicheaban entre sí. El temor se reflejaba en sus curtidos rostros.

CAPÍTULO VIII

San Lorenzo de Chagres, no solo servía de fortaleza, sino también de prisión.
De ahí los esqueletos de los prisioneros que morían sin ver la luz.
En el interminable patio y a un costado del castillo, se encontraba una cisterna o pozo de enorme tamaño que servía para el suministro de agua a los habitantes de la fortaleza.
Al pasar cerca de esta gran fuente, me llamó la atención un bulto que se hallaba flotando sobre las quietas aguas.
Me sobresalté al comprobar que se trataba del cuerpo sin vida del dueño de la posada LA PAZ.
Algunas pocas personas que por allí pasaban,  también se habían detenido para contemplar, en profundo y respetuoso silencio, la macabra escena.
Un par de horas más tarde, dos soldados retiraron el cadáver y lo ubicaron en la parte trasera de un carro tirado por un percherón de pesado andar, que lucía largas crines de color gris. El equino, totalmente ajeno al drama que lo rodeaba, solo se limitaba a obedecer cuando el chasquido del látigo rozaba sus orejas.
Avanzando lentamente, el carro y su macabra carga, se perdieron en aquel tétrico atardecer por desconocidos senderos de tierra. Las piernas del desafortunado posadero, colgaban de la parte trasera del carro, pendulando de forma siniestra.
El viento malvado seguramente se había cargado otra víctima, tal era lo que sostenían aquellos caribeños, testigos circunstanciales de las consecuencias de la brutal pelea.

CAPÍTULO IX

Al anochecer nos cruzamos con algunas personas que nos mostraron amigabilidad.
Les llamaba la atención mi pálida tez y el hecho de que mi vestimenta revelaba que no era de esas tierras.
La curiosidad de estas personas por conocer mi identidad, dio lugar a preguntas en apariencia inocentes, pero cuyo fin estaba a la vista. Descubrir quién era el forastero de pálido rostro, es decir yo mismo, y porqué sostenía con fuerza aquel morral.
Uno de ellos me reconoció y les mencionó que me había visto en la fiesta de Portobelo.
Hasta fue testigo presencial de cómo logré escapar con Wilson de aquellas personas practicantes de hechizos y brujerías.
Fueron ellos quienes me informaron que allá por el año 1671, hizo su aparición por aquellos lugares, el pirata inglés, Capitán Sir Henry Morgan.
Según afirmaron y yo creo que realmente sucedió tal y como lo contaron; fue a través del río Chagres que el Capitán Morgan llegó a la antigua ciudad de Panamá (La Vieja), navegando en un galeón construido en La Habana con madera de caoba de alta calidad. Pertrechado con cañones de gran calibre.
Este famoso pirata, estuvo un largo tiempo junto con toda su tripulación, en el pueblo de Chagres, precisamente en la desembocadura del río que lleva el mismo nombre.
Dicen que durante su estancia, el viento malvado acosó a la región de forma casi permanente, con lamentables consecuencias para los pobladores.
Ese año no hubo cosecha alguna. Vacas, ovejas y cabras, dejaron de parir y las riñas entre los lugareños se producían aquí y allá diariamente.
Incendios de bosques por todas partes, provocaban grandes daños. También nacieron varios niños con deformidades.
El clima se alteró. Todavía los más memoriosos recuerdan que aquel singular verano, extremadamente caluroso y curiosamente largo, produjo una letal y prolongada sequía que, como consecuencia, dio lugar a una gran hambruna.
Fue un verdadero alivio cuando vieron marchar al Capitán Morgan junto con su maloliente y agresiva comitiva, en aquel galeón construido en Cuba.
De hecho, coincidió con la fiesta de Portobelo, ocasión difícil de olvidar por aquellos lugareños, que por fin habían recuperado la tranquilidad.
Todos recuerdan esa fiesta como La Gran Fiesta de Portobelo, por la alegría que manifestaron al celebrar la partida del Capitán Morgan.
Raro como parezca, según lo mencionado por estas buenas gentes, por un largo, muy largo tiempo, el viento malvado dejó de atemorizar y hacer estragos.
Dicen que regresó nuevamente de forma muy virulenta… algún tiempo atrás.
Por curiosidad de mi parte, pregunté…- ¿desde cuándo?
Respondieron a coro, como legitimando la respuesta…¡desde que apareció por estas aguas un viejo galeón!
Uno de ellos recordó el nombre. Si, dijo con énfasis.... el ¡Barracuda!
A continuación me lanzó la pregunta que sonó como el seco disparo de un arcabuz.

-¿Usted lo conoce, no es cierto?
Los miré largamente sin contestar. No hacía falta, ellos ya intuían mi respuesta.
Giré sobre mis talones y junto con Wilson nos retiramos haciendo el menor ruido posible.
Esa misma tarde, subimos a la cubierta del viejo galeón construido en La Habana, para tomar el camino de regreso a Puerto Limón, en Costa Rica, desde donde habíamos zarpado…  algún tiempo atrás.
El Barracuda avanzaba con todas las velas desplegadas y sin carga para transportar. Solo la tripulación,  nosotros y el contramaestre, Tomás El Cruel.
Los viejos cañones de gran calibre, ahora oxidados, eran mudos testigos de batallas navales que tuvieron lugar en remotas épocas.
Nos acompañaba el buen tiempo. Un despejado cielo de un azul intenso sin una sola nube.
Una suave brisa acariciaba mi pálido rostro. Wilson y yo…por el momento estábamos en paz. 
Ni rastros del viento malvado hasta que, al anochecer, unos negros nubarrones comenzaron a asomarse en el horizonte, sobre el poniente.
De repente cesó la brisa. Una extraña y tensa calma comenzó a inquietar a la tripulación, prolongándose por varias horas.
Observé la preocupación que transmitía el arrugado rostro del capitán de mar, conocedor de las variaciones del tiempo, de la persistente calma y de las negras nubes que avanzaban directo hacia nuestra posición.
Dentro de la cabina de mando, al bajar la mirada, me llamó la atención una extraña inscripción en una pequeña placa de bronce.

                                                      Por simple curiosidad, me acerqué para ver que decía.

CAPTAIN H. MORGAN.

Con mucho esfuerzo debido a la penumbra y al vaivén de la nave, logré distinguir un misterioso nombre, de hecho apenas visible…




En ese momento y bajo las actuales circunstancias, no otorgué ninguna importancia a mi casual descubrimiento. Bien digo… en ese momento.
Aferrado al timón, el curtido hombre de mar giró el rostro y me miró fijamente,  muy preocupado por la gran tormenta que velozmente avanzaba hacia nosotros.
Sin quitar la vista del oscuro horizonte y de las encrespadas olas, de su boca  salió casi como un gemido, una temida palabra para los navegantes,…
¡HURACÁN!
El viento malvado perseguía al Barracuda,…o quizás fuera a la inversa?
Tiempo después, desde la paz de mi ciprés, creo haber hallado la terrible respuesta a partir del misterioso nombre escrito en la placa de bronce.

F I N

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